Respuestas
¿Por qué existe el sufrimiento?
La respuesta está en Dios
Dios tiene un plan para cada uno de nosotros y globalmente para la humanidad entera. La razón de porque todo ha de
responder a una planificación es bien sencilla: por pura lógica Dios no concebiría y desarrollaría algo tan inmenso y maravilloso
como el universo y la propia vida porque sí, sin una intencionalidad, sin un esquema, sin un guión...
En consecuencia: tu y yo, como seres integrantes de la Creación, somos parte de esa planificación, la más importante, y, por
ello, todo cuanto nos suceda tiene que ser querido o permitido por Dios (que viene a ser casi lo mismo). Para nuestro bien,
claro. Un santo inglés, Tomás Moro, lo explicaba así en una carta:
“Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en
realidad lo mejor”.
(Tomás Moro. Político y humanista ingles. De “Epistula ad Aliciam Allington: Correspondance of Sir Thomas More”, de Margarita Roper. Citado en el Catecismo de
la Iglesia Católica)
¿O prefieres creer en un Dios que “inventa” al mundo y a sus seres vivos porque se aburre? ¿O, quizás, en uno que lo hace
para auto-complacerse en su poder? ¿O, tal vez, en un Dios que crea el universo para jugar con las gentes que pone en él,
para meternos en problemas y ver como salimos de ellos, como si fuéramos los protagonistas de una terrible aventura que le
resultaría muy divertida?... Aberraciones todas que nadie puede tomar en serio.
El problema reside en que desde siempre, y las representaciones gráficas que los artistas han hecho de Él lo corroboran, nos
hemos acostumbrado a pensar en Dios como en un anciano de largas y blancas barbas, vestido con una amplia túnica dorada
y sentado encima de las nubes. Bonita representación gráfica que, sin embargo, no tendría que hacernos olvidar la verdadera
esencia de Dios: Todo Espíritu, Absoluto, Inefable, Infinito, Inmutable...
Verle como a un papá de los de aquí está muy bien, es muy reconfortante, nos aporta un “calorcillo” interior (como diría José
Luis Martín Descalzo) muy agradable. Pero eso hace que le atribuyamos un carácter excesivamente humano, que creamos que
su “pensamiento” puede entenderse aplicándole el nuestro, conceptuándolo mediante nuestra forma de ver las cosas, que
esperemos que actúe igual que lo hacemos nosotros y a través de la misma óptica que utilizamos los seres humanos. ¡Como si
fuéramos perfectos y no nos equivocáramos nunca!
Expresa el concepto, perfectamente, la siguiente cita:
“Dios no ama como nosotros quisiéramos que amara cuando proyectamos en Él nuestros sueños. De esa
forma, sólo nos ahorraría el sufrimiento al precio de un paternalismo por el que dejaría de ser el Amor”.
(François Varillon. Sacerdote y teólogo. De “La humildad de Dios”)
En correspondencia con ese Amor y esa promesa, se trata de que seamos seres dignos de ser llamados “personas”, que
nuestro paso por esta tierra deje una huella positiva en ella, que sepamos avanzar en nuestra calidad humana para ser cada
día mejor gente, que haya valido la pena nacer, en definitiva, porque hayamos sabido mejorar el mundo que nos rodea, porque
hayamos hecho fructificar las semillas que hayamos ido recibiendo de Dios en el transcurso de nuestra vida.
De forma muy parecida, aunque cada una con sus matices personales, las siguientes cuatro citas ilustran la necesidad (sí, he
dicho necesidad) de que en nuestras vidas no todo sea llano y fácil, de que -por el contrario- tengamos en ellas que sortear los
obstáculos que se nos presenten,... porque esas dificultades contienen en su interior el germen para hacernos más fuertes
espiritualmente, mejor preparados para lo que nos toque vivir por duro que pueda ser, más dispuestos a pensar en lo que
verdaderamente importa -la dimensión espiritual de nuestra existencia- y menos a dilapidar nuestro tiempo en balde.
Un jesuita, un dominico, un Doctor de la Iglesia y un filósofo, explican, desde sus personales enfoques, el mismo concepto:
“El dolor de hoy es el motor del universo, porque es el estímulo de nuestra responsabilidad creadora. Sin él
no haríamos nada o giraríamos, tranquilos, en una creación perfecta donde nadie necesitaría a nadie...”.
(Juan Luis Segundo, SJ. De “¿Qué mundo? ¿qué hombre? ¿qué Dios?”)
“Los árboles que crecen en lugares sombreados y libres de vientos, mientras que externamente se
desarrollan con aspecto próspero, se hacen blandos y fangosos, y fácilmente les hiere cualquier cosa; sin
embargo, los árboles que viven en las cumbres de los montes más altos, agitados por muchos vientos y
constantemente expuestos a la intemperie y a todas las inclemencias, golpeados por fortísimas tempestades
y cubiertos de frecuentes nieves, se hacen más robustos que el hierro”.
(San Juan Crisóstomo. Doctor y Padre de la Iglesia. De la homilía “Sobre la gloria en la tribulación”. Citado por Francisco Fernández-Carvajal en su “Antología de
textos”)
“Un mundo en donde todo rodase sobre resbaladizos rieles resultaría empequeñecido. Toda alma llegaría en
él a ablandarse y a ser ya incapaz de todo ímpetu”.
(Karl Ludwig Michelet. Filósofo alemán. Destacó como seguidor de Hegel. Citado por José Luis Martín Descalzo en “Vida y misterio de Jesús de Nazaret”)
“La desgracia abre el alma para que penetren en ella luces que la prosperidad no percibe”.
(Jean-Baptiste Henri Lacordaire. Afamado orador dominico. De “Sermones pronunciados en Nuestra Señora de París por el R. P. Enrique Domingo Lacordaire del
Orden de Predicadores”, traducción bajo la dirección de D. Juan González, presbítero)
¿De qué nos serviría un mundo donde todo fuera fácil, donde bastara sólo con existir, donde no hubiera ni problemas ni
motivos para ellos, donde nadie fuera necesario para nadie, donde fuéramos sólo simples entes animados sin sentido ni
camino a recorrer. ¿De qué serviría una existencia por la existencia?
No. Evidentemente, prefiero un mundo que esté por terminar para que yo mismo pueda colaborar en su optimización y, por ello,
en la de mi propia vida. Prefiero formar parte de una Creación incompleta que me deje escribir algunos renglones de su
historia, los que hacen referencia a mi vida y la de los que me rodean, prefiero ser “alguien” con todos mis defectos y virtudes
pero con mi libre albedrío intacto para optar, para decidir por mi mismo, sin ningún Dios que, sí o sí, me imponga nada. Porque
así puedo encarar mi muerte con esperanza, no con resignación o, peor aún, con temor. Listo para la gran promesa.
El respeto amantísimo que Dios tiene por nosotros se pone claramente de manifiesto en el acto de dejarnos totalmente libres
para una adhesión voluntaria, querida y deseada con Él.
Cualquier otra fórmula que no tuviera en cuenta nuestro libre albedrío, aunque nos asegurara contra el riesgo evidente del
error, no sería más que una imposición, una obligación que nos amordazaría y rompería en mil pedazos nuestra libertad.
Nada más fácil para Él que darnos tantas y tan concluyentes pruebas de su existencia que no nos cupiera otra posibilidad que
seguirle. Pero, eso sí, entonces seríamos esclavos de su voluntad, no podríamos zafarnos, aunque quisiéramos y por
incomprensible que fuera hacerlo, de su presencia. No habría, por nuestra parte, ningún acto libre y meditado de aceptación.
Seríamos simples robots “abducidos”, por decirlo de alguna manera. Todo lo contrario de lo que expresaba Clouzot, el cineasta
francés, con estas palabras:
“Si Dios respeta al hombre, debe querer de nuestra parte una adhesión libre; no debe ponernos en la
obligación de creer en Él”.
(Henry-Georges Clouzot, afamado cineasta francés. Citado por Bernard Bro en “Pero ¿qué diablos hacia Dios antes de la creación?”)
Y es que, al contrario de lo que preferirían algunos, no quiero un Dios que se manifieste patentemente en mitad de la plaza
más importante de mi ciudad, pongo por ejemplo, para que todo el mundo lo vea, lo pueda grabar en vídeo y hacerle todas las
fotografías que desee, y que nos responda, con todo detalle, a cualquier cosa que le preguntemos, que nos cuente los porqués
y los comos del universo, de la vida, de nuestra propia existencia, un Dios que nos guíe de la mano, como a párvulos, hacia la
vida eterna, un Dios que nos “obligue”, en la práctica (lo contrario ante manifestación tan incuestionable sería absurdo), a creer
en Él.
¿Cómo podría disfrutar plenamente de la vida eterna, del gran premio prometido y que espero alcanzar (¡con la ayuda de Dios,
por supuesto, contando con su infinita misericordia para aquellas ocasiones en que mi libertad me traicionó y gracias, por
descontado, a la redención que supuso su sacrificio en la cruz por mi y por ti!), si no hubiera sido algo en cuya obtención yo
mismo hubiera “colaborado”, si me hubiera sido “dado sin más”?
Por ejemplo: ¿Valora igual el cargo de Presidente de una gran multinacional quien ha llegado a ello por su historial de eficacia
en el trabajo, por su tenacidad y esfuerzo personal, que el que lo consigue porque es, simplemente, “el hijo del dueño”? ¿Se
siente personalmente igual de satisfecho de la etapa ganada el ciclista que alcanza la meta tras más de doscientos kilómetros
de escapada, encarando vientos, fríos y lluvias en solitario, que el que gana la misma etapa al sprint, pero habiendo llegado
arropado todo el tiempo por sus compañeros de equipo o en el seno del pelotón, con lo cual las dificultades antes enumeradas
no lo han sido tanto? ¿Se alegra y valora lo mismo el hecho el que ha pagado por completo su piso, euro a euro y con grandes
sacrificios y economías, que el que lo ha podido adquirir porque, simplemente, tiene dinero para eso y para cien más?
No. Nuestro esfuerzo magnifica lo conseguido, incrementa la estima que tengamos de ello, aumenta la alegría por lo
alcanzado, da sentido a la existencia ...
Lo expresa mejor San Agustín, uno de los Doctores de la Iglesia de mayor relevancia, alguien que ha dejado profundísima
huella teológica en el pensamiento cristiano:
“¿Qué es pues lo que ocurre en el alma para que de hecho sienta mayor placer cuando encuentra o recobra
las cosas queridas que si siempre las hubiera tenido? Este hecho viene a ratificarlo también el resto de las
criaturas. Todo está lleno de testimonios que proclaman que la realidad es así.
Triunfa el general victorioso, pero no hubiera vencido si no hubiera peleado. Cuanto mayor fue el peligro que
corrió en la batalla tanto mayores son sus gozos y alegrías en el triunfo. El temporal zarandea a los
navegantes y aumenta el riesgo de naufragio. Todos palidecen ante una muerte inminente. Pero sobreviene la
bonanza en el cielo y en el mar, y se sienten inundados de alegría, porque el susto fue de marca mayor.
Enferma un ser querido, y su pulso alterado es síntoma de su enfermedad. Todos los que desean su
recuperación anímicamente están enfermos con él. Vuelve a sentirse bien y aunque no camine con la energía
y el vigor de antes, es tal su alegría que no la tuvo nunca igual cuando estaba sano y caminaba con paso
firme. (...) Siempre la alegría más desbordante va precedida de un tormento mayor”.
(San Agustin. Eminente teólogo y prolífico escritor de los Siglos IV y V. De “Confesiones”)
Por tanto, prefiero poder llegar a Él, a Dios, cuando sea el momento, con las manos todo lo llenas que pueda, con la frente
perlada por el sudor del esfuerzo (como diría un poeta), con los deberes lo mejor que haya podido hacerlos (así de simple:
amar al prójimo), digno -o, al menos, lo máximo posible- de vivir en plenitud suma un Paraíso que ahora ni me puedo imaginar
de tan extraordinario como debe de ser y con una feliz eternidad por delante que yo mismo habré perseguido intentando seguir
a Jesucristo -quizás a trompicones- lo mejor posible. Eso sí, y lo repito otra vez, con la ayuda imprescindible de Dios, contando
con su extraordinaria piedad para con mis flaquezas, y, por supuesto, gracias a su sacrificio redentor en la cruz.
Alguien que sufrió lo suyo hasta su muerte ocurrida en 1991, afirmó y definió, con conocimiento de causa, cual es el fruto que
puede dar la enfermedad:
“...Jamás pido a Dios que me cure mi enfermedad. No lo pido porque me parece un abuso de confianza; pero,
sobre todo, porque temo que, si me quitase Dios mi enfermedad, me estaría privando de una de las pocas
cosas buenas que tengo: mi posibilidad de colaborar con él más íntimamente, más realmente. Le pido eso, sí,
que me ayude a llevar la enfermedad con alegría; le pido que la haga fructificar, que no la estropee yo por mi
egoísmo o mi necesidad de cariño. Pero que no me la quite. Estar, vivir en el Huerto no es ningún placer, pero
sí es un regalo, un don, tal vez el único que, al final de mi vida, pueda yo poner en sus manos de Padre”.
(José Luis Martín Descalzo. Sacerdote y prolífico escritor. De entre sus muchas obras destaca la mejor vida de Jesús que yo he podido leer: “Vida y misterio de
Jesús de Nazaret”. Esta frase se halla en “Reflexiones de un enfermo en torno al dolor y la enfermedad” y la citan Miguel Angel Monge Sánchez y José Luis León
Gómez en “El sentido del sufrimiento”. La expresión “en el Huerto” se refiere, con toda seguridad, al Huerto de Getsemaní, donde Jesucristo vivió las primeras
horas de su Pasión).
El Papa Benedicto XVI, cuando era cardenal, habló también de la necesaria aceptación del sufrimiento con estas palabras:
“Una visión del mundo que no pueda dar sentido al dolor y hacerlo precioso, no sirve en absoluto. Ella
fracasa precisamente allí donde aparece la cuestión decisiva de la existencia. Quienes acerca del dolor sólo
saben decir que hay que combatirlo, nos engañan.
Ciertamente, es necesario hacer lo posible para aliviar el dolor de tantos inocentes y para limitar el
sufrimiento. Pero una vida humana sin dolor no existe y quien no es capaz de aceptar el dolor rechaza la
única purificación que nos convierte en adultos”.
(Cardenal Joseph Ratzinger. De “Ser cristiano en la era neopagana”)
Esa purificación personal de la que hablaba el Cardenal Ratzinger, comporta también una esperanza, motivadora e ilusionante.
Así lo definió, ya Papa, en su encíclica “Spe Salvi”:
“El presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos
estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino. La puerta
oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le
ha dado una vida nueva”.
(Benedicto XVI. Papa. De la encíclica “Spe Salvi”)
Porque, además, esta esperanza es el salvoconducto que nos permite aguardar la vida eterna con otra mirada, con una
confianza que los no creyentes desconocen, huérfanos de futuro para su vida terrena cuando ésta finaliza y viviendo en un
continuado sinsentido existencial. Nos lo explicó, con estas palabras, un prolífico escritor y teólogo alemán:
“El que ha descubierto el significado del dolor ve que hay un abismo entre el sufrimiento del creyente y el del
que no cree. Muchas veces me he preguntado por qué puedo disfrutar yo de serenidad en medio de tantos
dolores físicos y morales, personales y colectivos (pensad en Somalia y Bosnia) y encuentro la respuesta en
el hecho de ser cristiano. Yo no sufro sin sentido, sin esperanza. Cristo, en la cruz, no nos da una respuesta
técnica al dolor, sino que ha mostrado el camino y nos da una respuesta vivencial. Quien descubre el sentido
profundo del sufrimiento de Cristo, descubrirá también el sentido de su propia enfermedad y de su muerte”.
(Bernard Häring. Redentorista y teólogo alemán. De unas declaraciones a “Il messagero di San Antonio”)
Encontrar el sentido del sufrimiento...
Jesús enseñó el camino, Él dio la respuesta... le llamamos «Viernes Santo» y «Domingo de Resurrección».
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