La respuesta está en Dios
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¿Hay algo más allá de la muerte?
Cuando morimos no atravesamos una puerta que pone “salida” que es como acostumbramos a entender la muerte, sino una que pone, en un enorme rótulo y en mayúsculas: “ENTRADA”. Y es que lo importante, lo verdaderamente importante, está después. Con muy pocas palabras lo expresó Teresa de Lisieux: “Yo no muero, entro a la vida”. (Santa Teresa del Niño Jesús, o de Lisieux, Francia, Doctora de la Iglesia, Carta en “Correspondence Générale”, Citado en el “Catecismo de la Iglesia Católica”) La vida de aquí habrá sido una sucesión de vicisitudes, encuentros, ilusiones, fracasos, errores y aciertos varios,... Después de ello, nuestro destino, nuestra vida eterna tendría teóricamente que corresponderse ciento por ciento con el cariz y la evaluación de los actos y actitudes que hubiéramos practicado durante nuestra existencia. Al menos según la óptica humana. De ello dependería todo... ¡Ay! Pero, afortunadamente, a esa evaluación final Jesucristo aplicará el correctivo magnánimo de su inmensa misericordia, que con toda probabilidad, pienso, mejorará la calificación que nos corresponda (seguramente teniendo más en cuenta nuestra actitud general -si ha estado mayoritariamente orientada al bien- que nuestras torpezas, caídas y tropiezos.) El “expediente” de nuestra vida seguirá abierto tras la muerte también para que nosotros podamos poner de nuestra parte en lo de “resetear” (diríamos hoy en términos contemporáneos) los actos negativos que contenga, con el fin de colaborar personalmente en que sean eliminados, destruidos, “olvidados” por Dios. Es justo que sea así... y extraordinariamente misericordioso a la vez. Si la muerte fuera un carpetazo total y definitivo a la existencia humana, no existiría esa posibilidad. Por eso digo que, tratándose como se trata de un Dios infinitamente misericordioso, debe de existir esta otra: la del “borrón y cuenta nueva” (según la RAE: “decisión de olvidar deudas, errores, enfados, etc., y continuar como si nunca hubiesen existido”). Es aquel estado que los católicos llamamos “purgatorio”, pero que a mi quizás me gustaría más que se llamara, por ser más esclarecedor, “purificatorio”. Todo ello para poder llegar a ser dignos del Paraíso (cuando Dios decida) “malgré tout”. Porque lo cierto es que debemos acostumbrarnos a ver esta vida de aquí sólo como un tránsito, como un vehículo en el que subimos el día que nacemos y del que nos apeamos el día que morimos según la voluntad de Dios, claro, pero para pasar a otra dimensión, como expresaba Martín Descalzo: “Morir sólo es morir. Morir se acaba”. (José Luis Martín Descalzo. Sacerdote y escritor -narrativa, ensayo, teatro y poesía-. De “Razones desde la otra orilla”) o, dicho de forma poética: “La muerte es, simplemente, como apagar una vela porque ya es de día”. (Anónimo. Citado por Joan Wester Anderson en “Cuando suceden los milagros”) Aquí dejaremos el cuerpo, sólo el alma trascenderá la muerte. Se apagará la vela de nuestro aliento corporal, porque ya no hará falta. En la otra dimensión, la eterna, nuestra alma tendrá que “vivir” según la misericordia que haya obtenido de Dios, porque si tuviera que hacerlo según nuestras faltas... No te quiero meter miedo. Todo lo contrario. Sólo si no somos merecedores del paraíso hay que temer cruzar esa puerta que pone “entrada”. Pero por eso tienes vida,... para poder cambiar las cosas que no funcionan correctamente en ella antes de que pueda ser demasiado tarde. Y, lógicamente, no me refiero aquí a aspectos como ese trabajo que quizás te fastidia, ese lugar en el que habitas del que quisieras marchar o esa escasez de medios en la que vives que quizás te impide poder llevar una existencia normalizada. No. Me refiero, única y exclusivamente, a aspectos espirituales de tu vida, a tu comportamiento como ser social, a la escala de valores que tienes establecida (¿qué o quien está arriba?), a la dignidad de tu currículo como ser humano creado por Dios. Pasamos por este mundo como quien camina tambaleándose por uno de esos pasajes de la selva hechos con lianas: una para los pies, una o dos para las manos. Sólo teniendo constantemente presente que hay un “otro lado” firme y seguro en el que nos espera Dios llegaremos a él sin percances irreparables, a pesar de que nos hayamos tambaleado muchas veces durante el tránsito. Es que si no... (es pura cuestión de lógica): “No puedo aceptar que todo se acabe: nuestros sueños y deseos, nuestro amor, nuestros seres queridos, las buenas obras. Sí, deben de ir a parar a alguna parte. Debe haber un más allá. Porque, si no es así, sería como si no hubiéramos vivido, sería la gran estafa”. (Ana M. Matute, escritora, ganadora del Premio Planeta entre otros. Citado en “Palabras para vivir mejor” de José M. Alimbau Argila) o, como dijo un filósofo: “Un mundo sin resurrección, sin más allá, sin vida eterna, es un mundo donde habría sufrido de claustrofobia y donde habría corrido el riesgo de ahogarme”. (Pierre Teilhard de Chardin, filósofo francés. Citado en “Alla ricerca del Paradiso” de Paola Giovetti) Esta vida nuestra es una oportunidad, una enorme oportunidad. Como el crisol al oro nos sirve -nos tendría que servir- para depurarnos de la escoria, para ser, cada día, mejores seres humanos y así prepararnos para el gran encuentro. Ello en espera de un nuevo nacimiento. J. M. de Poncheville lo describía muy acertadamente de esta forma: “Algún día el universo dará a luz, por fin, a la humanidad llegada a término: a eso le daremos el nombre de muerte. Gritaremos de miedo. Pero Dios llama a eso nacimiento. Con lágrimas, con lágrimas de alegría, descubriremos que todo, absolutamente todo lo que formaba parte de nuestra vida humana -nuestros humildes amores, nuestros fracasos y nuestros lutos, nuestras alegrías, el enorme e inútil sufrimiento- todo eso nos habrá preparado maravillosamente para esta vida nueva. Nada se habrá perdido. Y descubriremos el rostro de Dios, como un niño el de su madre, que nunca le había abandonado. Este gran parto ha comenzado. Cristo ha sufrido los primeros dolores. Ha matado a la muerte. A eso es a lo que llamamos Pascua o Resurrección. Paso de la muerte a la vida”. (J. M. de Poncheville. Citado por Pierre Descouvemont en “Guia de las dificultades de la fe católica”) Es... como el montañero que alcanza una cima difícil. Imagínate su satisfacción, su alegría, cuando llega a la cúspide y dando media vuelta contempla la panorámica de lo que ha dejado atrás... Desde allá arriba todo lo ve distinto, el mundo, con sus miserias, algo muy lejano, las dificultades pasadas son vistas ahora como experiencias que le prepararon, que le formaron convenientemente para el tramo final. Todo ello lecciones que desde la cumbre recuerda, ya, sin acritud. Sustituyamos “cúspide de la montaña” por “culminación de la vida” y entenderemos las dificultades, los sinsabores, los obstáculos, las adversidades de la existencia, como accidentes del camino. Sucesos que nos habrán forjado, que nos habrán dado el tipo de sabiduría que nos hacía falta para poder alcanzar el prometido premio de la cumbre (de la vida eterna en feliz plenitud). Pero hay más. Contamos con la misericordia infinita de un Dios que es todo amor. Y, por ello, con la posibilidad de que “olvide” tener demasiado en cuenta nuestras actitudes negativas, nuestras faltas a la caridad, nuestra escasez de amor para con el prójimo, que opte por olvidarlo todo, con la condición de que... Lo definió Jesucristo en esa maravillosa parábola que recoge San Mateo en su Evangelio: “Porque el Reino de los Cielos se parece a un propietario que salió muy de madrugada a contratar obreros para trabajar en su viña. Trató con ellos un denario por día y los envío a su viña. Volvió a salir a media mañana y, al ver a otros desocupados en la plaza, les dijo: "Id vosotros también a mi viña y os pagaré lo que sea justo". Y ellos fueron. Volvió a salir al mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Al caer la tarde salió de nuevo y, encontrando todavía a otros, les dijo: "¿Cómo os habéis quedado todo el día aquí, sin hacer nada?". Ellos le respondieron: "Nadie nos ha contratado". Entonces les dijo: "Id también vosotros a mi viña". Al terminar el día, el propietario llamó a su mayordomo y le dijo: "Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por los últimos y terminando por los primeros". Fueron entonces los que habían llegado al caer la tarde y recibieron cada uno un denario. Llegaron después los primeros, creyendo que iban a recibir algo más, pero recibieron igualmente un denario. Y al recibirlo, protestaban contra el propietario, diciendo: "Estos últimos trabajaron nada más que una hora, y tú les das lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el peso del trabajo y el calor durante toda la jornada". El propietario respondió a uno de ellos: "Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso no habíamos tratado en un denario?. Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a este que llega último lo mismo que a ti. ¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?". Así, los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos”. (Evangelio según San Mateo, 20, 1-16) ¡Los últimos pueden ser los primeros! Cuando yo leí esas palabras, después de mi conversión ocurrida a edad avanzada, no pude contener la emoción. Te lo confieso. ¡Jesucristo iba a olvidarse de todo lo negativo que hubiera existido en mi vida hasta el mismísimo día de mi reencuentro con Él! ¡Podía darme la dicha eterna igual que a aquel que nunca le traicionó! Todo lo malo que yo hubiera hecho anteriormente no iba a tener importancia si cambiaba mi vida. El premio aún estaba esperándome en la meta. ¡Nada estaba perdido! Y para aquellos que siempre tuvieron fe pero que no fueron perfectos (o sea, la enorme mayoría de creyentes) lo mismo. Son tantas las ganas que tiene Dios de que nos salvemos que actúa como en aquel proverbio judío que cuenta que los humanos estamos unidos a Él por un hilo y que cuando fallamos ese hilo se rompe, pero que, sin embargo, cuando le pedimos perdón por ello, Dios mismo se agacha, hace un nudo con las dos partes del hilo roto y repara la conexión. Así, de falta en arrepentimiento, nos acercamos más a Dios porque la longitud del hilo se va acortando. Atención, pues: lo que nos quede de vida, desde ahora mismo, puede servir para limpiar de suciedades varias el legajo de nuestra existencia. Sólo así no temeremos a la muerte. Sólo con el convencimiento de que de ello depende el futuro eterno, tras traspasar, cuando Dios quiera, la puerta de “entrada” a la verdadera vida, podremos afrontar ese momento crucial de nuestra existencia con esperanza. Permanecerá en este mundo el sentimiento humano de aquellos que se quedan. Porque todo lo anteriormente dicho no significa que tras la muerte de la persona querida no se tenga que estar apenado ni encontrarle a faltar, por más que supongamos de ella, por su historial existencial, que haya obtenido la Salvación. La pérdida personal de alguien querido siempre es un trago difícil de llevar (y una cosa no quita la otra), pero si hiciéramos nuestras las palabras que siguen, podríamos vivir ese momento crucial con la confianza del que se abandona en Dios y espera de Él un final feliz para la historia de una vida: “El amor no desaparece nunca. La muerte no es nada, simplemente me he ido a la habitación de al lado. Yo soy yo, tú eres tú. Lo que éramos el uno para el otro lo somos siempre. Dame el nombre que siempre me has dado. Háblame como lo has hecho siempre, no emplees un tono diferente. No adoptes un aire solemne o triste. Sigue riéndote de lo que nos hacía reír juntos. Ora, sonríe, piensa en mí, reza por mi. Que mi nombre sea pronunciado en casa como lo fue siempre, sin énfasis de ninguna clase, sin nada sombrío. La vida significa todo lo que ella ha significado siempre y es lo que siempre ha sido. El hilo no se ha cortado. ¿Por qué habría yo de estar fuera de tu pensamiento simplemente porque estoy fuera de tu vista? Te espero, no estoy lejos, justo del otro lado del camino. Como ves, todo está bien”. (Henry Scott Holland. Profesor y canónigo inglés. Citado por Mónica del Valle Costa en su libro “Diamela, Ojos de cielo. Ojos del alma”) o si lo quieres dicho de forma más poética: “Estoy en la orilla del mar. Llevado por la brisa de la mañana, pasa un velero que se aleja en el océano. Es la belleza, es la vida. Lo miro hasta que desaparece en el horizonte. Alguien a mi lado dice: "Se ha ido". ...Ido, ¿Hacia dónde? ¡Solo se fue de mi vista! Su mástil es todavía muy alto. Su casco mantiene la fuerza para llevar su carga humana. Su desaparición total de mi vista está en mi, no en él. Y justo en el momento en que alguien a mi lado dice "Se ha ido", hay otros que, viéndole emerger del horizonte y venir hacia ellos, exclaman con alegría: "Aquí viene". Eso es la Muerte”. (Poema de William Blake. De un funeral celebrado en la Parroquia de Ntra. Sra. del Pilar de Barcelona)
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¿Un Dios infinitamente justo e infinitamente misericordioso a la vez?... Una apostilla a la parábola de los obreros de la viña que acabáis de leer: Como hemos visto en ella, el propietario paga, conforme a lo acordado, el denario prometido a los primeros contratados, que han trabajado más que los demás pero que quedaron con él en ese precio y en esas condiciones cerraron el trato... luego es justo. El propietario paga lo mismo a quien ha trabajado bastante menos tiempo, pero con la misma buena disposición y dedicación que los primeros..., luego es misericordioso. Retengamos un detalle crucial de esta parábola: El propietario satisface el dinero acordado, pero se supone -queda implícito en el hecho mismo de que pague sin ninguna objeción- que requiriendo que se haya trabajado con la actitud correcta (esfuerzo, dedicación, buena disposición...), independientemente del tiempo que -por razón de la hora en que fue contratado- haya invertido cada uno en su labor. ¿Qué no se corresponde esa forma de ver las cosas con nuestra óptica humana? Seguro. ¿Pero alguien puede tachar de injusto a quien ha cumplido escrupulosamente el trato hecho con los que estuvieron todo el día trabajando? ¿Alguien puede dejar de reconocer la misericordia de quien ha pagado igual a aquel que se ha esforzado en la labor con la misma dedicación que los demás pero habiendo estado menos tiempo en ello? Me parece una extraordinaria lección de economía social: el propietario de la viña tiene más en cuenta la actitud de sus trabajadores, independientemente de la cantidad de trabajo que han llevado a cabo. ¿O es que tienen alguna culpa los que trabajaron menos tiempo por el simple hecho de no haber sido contratados más horas? ¿O es que los que trabajaron toda la jornada podían esperar otra cosa que el salario que el propietario acordó con ellos? Maravillosa conjunción de bondad y justicia. Y una lección para la vida: es sobre todo la “calidad” (la actitud) que tenga nuestra existencia y sus hechos lo que va a ser tenido en cuenta en el balance final. En otras palabras: ¡aun estás a tiempo!
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