La respuesta está en Dios
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¿Cuál es el sentido de la vida?
Es evidente que esta existencia nuestra tiene que tener un porqué, que no es fruto de la casualidad ni del azar, que no somos como esas setas que crecen en los lugares más imprevisibles de forma espontanea, sino que estamos aquí porque alguien (Alguien) lo quiso. ¿Cual debe de ser, pues, la razón de que Dios nos haya regalado la vida? ¿Cuál la “utilidad” de nuestra existencia? No parece plausible que los “sentidos de la vida” que uno ve observando el mundo puedan ser ninguno el verdadero motivo por el que Dios nos trajo a él. ¿Sería un “sentido de la vida” ser rico, cuanto más mejor, y atesorar muchas propiedades? ¿O quizás lo sería vivir en una interminable fiesta, donde divertirse y pasarlo bien fuera el único leitmotiv, el único objetivo de la existencia, sexo indiscriminado incluido? ¿No sería un “sentido de la vida” mandar, tener poder sobre los demás, ostentar cargos importantes, ser alguien reconocido socialmente?, o quizás... ¿podría serlo llegar a ser el mejor en según que afición o actividad lúdico-deportiva que sólo lleva a la efímera fama... ? Pongo como ejemplo estos cuatro “objetivos” porque seguramente son los más populares en la sociedad de hoy en día. Un vistazo alrededor nuestro o a cualquier medio de comunicación lo confirma: poder, sexo, dinero, diversión, notoriedad, fama,... entendidos como objetivos, como metas, de tanta y tanta gente. ¿Que sentidos de la vida serían esos que sólo unos pocos pudieran alcanzar? Imposibles para muchos por no tener con qué lograrlos. Objetivos existenciales que sólo una parte de la humanidad podría llegar a obtener... porque no todo el mundo puede llegar a tener dinero, o ser poderoso, o pasar la vida divirtiéndose. No está al alcance de cualquiera llegar a aparecer en la portada de las revistas, ni alcanzar a tener un Lamborghini, un Ferrari y un Maserati en el garaje, un yate en el puerto y cuatro mayordomos en casa. No es posible para cualquier persona llegar a ser el número uno en su “pasatiempo” predilecto... Te lo confieso, yo me daría de baja de creer en ese dios que nos hiciera pasar por la vida con tamaña injusticia: una vida con “sentido” sólo para unos cuantos. Adivina, ahora, qué es algo que todos tenemos por igual, algo en lo que todos somos millonarios, algo que nos unifica más allá de cualquier distinción de clases, de países, de estatus... adivina qué es algo que tanto tiene un paria de la India como un gobernante de cualquier país... adivina qué es algo que tenemos por igual hombres y mujeres, ricos y pobres, sabios y analfabetos, exitosos y fracasados, famosos y anónimos, listos y menos listos, terratenientes y vagabundos de cualquier acera de cualquier ciudad... Y, además, nos unifica a todos los habitantes de la tierra, sin distinción. Nos da la misma oportunidad de alcanzar, venturosamente, el más allá eterno. Posibilidad que cada cual ha de vivir de acuerdo con su circunstancia personal y las capacidades que Dios le haya dado, características particulares que servirán para que Él pueda matizar el fruto, o no, que hayamos dado durante nuestra vida cuando sea el momento de la gran reunión, cuando seamos llamados a su presencia. Es el mensaje de los Evangelios, el mensaje de Jesucristo. Lo digo ya, aunque supongo que lo habrás intuido: EL AMOR... El amor fraternal, el amor solidario, el amor generoso, el amor humanista, el amor que acompaña, el amor altruista, el amor que llora con quien gime, el amor que abraza al desamparado, el amor que se da sin medida, el amor que ayuda a sobrellevar los problemas, el amor que comparte materialmente con quien no tiene, el amor que está ahí, cercano, disponible, siempre dispuesto a darse... EL AMOR. Lo tiene el hombre más pobre del mundo, que puede darlo a su compañero de infortunio necesitado de ello tanto como de sustento. Lo tiene el Presidente de Banco, que puede darlo también a todos aquellos que lo necesiten, sea cual sea el nivel de la escala social al que pertenezcan. El fruto de ese amor repartido será cuantitativamente mayor -si en términos económicos hablamos- viniendo del rico que del pobre, porque tiene más que dar, pero cualitativamente puede ser exactamente igual, porque el amor puede manifestarse de muchas maneras, no sólo materialmente. Y eso es lo que vale. Porque no es cuestión de tener más, sino de querer amar más. Un episodio de los Evangelios nos habla de la viuda que dio un par de monedas de limosna y de los ricos que la dieron en abundancia. Jesucristo señala a sus discípulos el mérito de la viuda -que dio todo lo que tenía-, muy superior al de los ricos que dieron de lo que les sobraba (Evangelio según San Mateo, 12, 41-44). Un conocido escritor español del siglo XVI, franciscano él, definía así el precio que hay que pagar: “Todos te pueden amar, Señor, y a sabios y no sabios, a ricos y pobres, a chicos y grandes, a mozos y viejos, a hombres y mujeres, y a todo estado y a toda edad es común el amor. Ninguno es flaco, ninguno es pobre y ninguno es viejo para amar. Como quieres, clementísimo Señor, la gloria para todos, así la pusiste en precio que todos la puedan comprar”. (Fray Diego de Estella. Escritor y franciscano español del siglo XVI. De “Meditaciones del Amor de Dios”, Citado por el P. Clemente de la Serna -Abad de Silos- en “Para encontrar a Dios”) ¿Cómo poner en marcha ese caudal de Amor de que podemos disponer? ¿Cómo canalizarlo convenientemente? ¿Cómo evaluar el quien, el qué y el cómo? Se trata de empezar, simplemente. Por donde queramos, más nos parezca posible y pensemos será más útil. Y eso tiene dos facetas, tan válida la una como la otra: puede reducirse a un estar muy cerca, pero constantemente, de los que necesitan ayuda de todo tipo, es decir, de tener continuados actos de amor con el prójimo aunque sean de poco calado aparente, como de emprender proyectos de mayor envergadura, implicando a más gente, construyendo acciones solidarias más complejas y de mayor alcance. Entre ambos casos, existe un enorme abanico de posibilidades. Cada cual debe de encontrar la suya tras discernir cual es la que mejor puede desarrollar y la que más útil puede ser para el prójimo, tras evaluar cuantas y cuales son sus capacidades. En el primero de los ejemplos, sabes qué puedes hacer. Con total seguridad tienes en tu entorno innumerables casos de personas que necesitan algo y a alguien que se lo facilite, aunque sea simple compañía humana. En el segundo caso es más complejo. ¡Cuantos buenos proyectos y cuantas buenas intenciones nunca vieron la luz por darles demasiadas vueltas, por dejarse influir excesivamente por el raciocinio (aunque también debe de existir), por teorizar demasiado sin pasar a la acción, por no creer suficientemente en la Providencia divina, por puro miedo -cobardía- ante la altura de la montaña...! Como ejemplo, este grito que se alza desde Africa y donde se nos urge a actuar con mayor eficacia: “Yo tenía hambre y vosotros fundasteis un club con objetivo humanitario donde discutisteis sobre mi hambre. Os lo agradezco. Yo estaba en prisión y vosotros corristeis a la iglesia para rezar por mi liberación. Os lo agradezco. Yo estaba desnudo y vosotros discutisteis seriamente sobre las consecuencias morales de mi desnudez. Os lo agradezco. Yo estaba enfermo y caísteis de rodillas para agradecer a Dios que os hubiera dado la salud. Yo no tenía ningún techo y vosotros me hablasteis de las ventajas del amor de Dios. Parecíais tan piadosos... tan devotos... ¡tan cerca de Dios! Pero yo... yo tenía hambre. Yo estaba solo, desnudo, enfermo, prisionero y sin techo. Y... ¡tenía frío!”. (Poema africano, Citado en “Guía de las dificultades de la vida cotidiana” de Pierre Descouvemont) Es mucho más sencillo de lo que parece. Mira lo que dijo el Papa Juan XXIII a Loris Capovilla cuando el Concilio Vaticano II sólo estaba en la mente del Pontífice: “Puedo ver lo que está pensando. Se dice a si mismo: "El Papa es demasiado viejo para meterse en semejante aventura". No debemos preocuparnos de nosotros mismos y de nuestra finura. Para la realización de las grandes empresas, es suficiente con el honor de haber sido invitados por la Providencia. Estamos llamados a poner en marcha no a llevar a término”. (Juan XXIII a Loris Capovilla. De “Juan XXIII, anécdotas de una vida”, de José Luis González-Bolado y Loris Capovilla). “Estamos llamados a poner en marcha, no a llevar a término”. Pensamos en un cierto final, un cierto objetivo, cada vez que tenemos un proyecto entre manos, sencillo o complejo, da igual, pero... ¿quién sabe si seremos nosotros, o sólo nosotros, quienes lo terminemos, o si ese final será como lo hemos previsto en un principio, necesariamente adaptado según se sucedan los acontecimientos, o si...? Lo que es indudable es que si no se da el primer paso no va a existir el segundo. En cualquier caso Dios proveerá (si el proyecto merece su “visto bueno”, claro). Piensa que una de las expresiones con las que más a menudo denominamos a Dios es: “la Providencia”. Y lo hacemos porque nos ha dado, desde siempre, pruebas fehacientes de su prodigalidad. Sin lugar a dudas, hay proyectos que nunca hubieran podido llegar a término sin Él. Sea cual sea el proyecto de amor al prójimo que se quiera llevar a cabo, tanto si es importante como sencillo, tanto si supone un gran volumen de trabajo y dedicación como si se trata, simplemente, de ayudar personalmente a alguien en concreto, debe de contar con una característica imprescindible: amarlo, hasta llegar a desearlo fervientemente desde lo más intimo. Es decir, si conseguimos llevar a cabo el proyecto de que se trate, pero sin haber puesto en él amor, ilusión y emotividad, habremos conseguido terminarlo y ponerlo en marcha, sí, pero a costa de no disfrutarlo en absoluto, como una especie de obligación que nos habremos impuesto... por no haberlo amado. Nacerá vacío de su componente más esencial. Habrá sido un voluntarioso empeño, meritorio seguramente, pero hecho a contracorriente de nosotros mismos, sin una sonrisa de felicidad en su desarrollo, sin haberle puesto el corazón en ninguna de sus facetas, sin haber estado nunca verdaderamente ilusionados por él. Y, queramos o no, inevitablemente, ello se va a notar en su planteamiento, desarrollo y ejecución. Y, lo que es peor, lo van a notar también, de una u otra forma, los que vayan a ser sus receptores y beneficiarios. Porque podemos llevar a cabo muchas buenas acciones, pero sin amor no valdrán lo mismo. Recordemos estas palabras de San Pablo en la Primera epístola a los Corintios: “Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada”. (San Pablo. “Primera epístola a los Corintios”, 13, 1-7) Y es que el amor es el componente más importante de la fórmula de la felicidad. El amor es la base, no la guinda del pastel. Amor es lo que todo ser humano espera y, por ello, debe de estar presente en cualquiera de nuestras actividades que tengan como objetivo o destinatario al prójimo. Te contaré una experiencia personal: en cierta ocasión buscaba yo una calle, en mi ciudad natal, sin encontrarla, por lo que pensé en preguntar a alguien. Observando alrededor vi una ventanilla abierta dentro del zaguán de un edificio y detrás a alguien que estaba de servicio en ella, acodado en una mesa puesta de lado y leyendo el periódico en aquel momento. Me acerqué... y antes de que pudiera articular ninguna pregunta salió de la ventanilla un brazo anónimo con un bocadillo envuelto en papel de aluminio. Como una especie de autómata de extremidad robotizada. Como si se le hubiera disparado un resorte. Sin preguntarme nada, sin una mirada, sin un “buenos días”, sin una ligera sonrisa... leyendo el periódico. Aquel sitio resultó ser, luego lo comprobé, un centro “caritativo” donde aquel día repartían bocadillos a los pobres que se acercaban a pedirlo. La sensación que tuve fue de enorme tristeza, de pena y, debo reconocerlo, de crítica. ¡Que falta de la más elemental caridad cristiana tratar así a los necesitados que iban a solicitar aquel bocadillo! Es evidente... hay que hacer las cosas por altruismo, por amor, y no como una obligación. Como la monja de este video: “En un congreso de televisión en Estados Unidos se concedió el premio a un spot de treinta segundos. Aparecen primero unas manos que curan una pierna enferma, una visión horrorosa; luego, de espaldas, una cofia de religiosa. Una voz en off protesta: "¡Ah! Yo no haría eso ni por un millón de dólares". Entonces la cara de la religiosa se vuelve y dice: "Claro, yo tampoco"”. (Bernard Bro, dominico. Relatado en “Pero ¿qué diablos hacía Dios antes de la creación?”) Si te dejas empapar por el verdadero amor, contemplas a la persona necesitada como a alguien que precisa no sólo de tu servicio, el que sea, sino también y sobre todo de tu afecto (quizás sólo de tu presencia a su lado), si te acercas a ella pensando en que tienes delante a un nuevo Jesucristo a quien lavarle las heridas, si dotas, en definitiva, de contenido afectivo tu acción caritativamente humana y sin esperar nada a cambio... serás verdaderamente feliz. Y lo que es más, tu vida tendrá un extraordinario sentido, una “utilidad” maravillosa, una plenitud colmante. Conozco a bastantes personas que dedican su vida a eso. Conozco a bastantes personas que son tremendamente felices. ¿Sabes? Son las mismas. Y además... los réditos que da este sentido de la existencia humana son tan grandes que duran toda la vida, y no me refiero sólo a la de aquí, no, sino también a la de allá, la eterna, la que dura por los siglos de los siglos. Es la promesa de Jesucristo, y se basa sólo en esa palabra que venimos mencionando hasta aquí y que a veces no entendemos en su verdadera dimensión: AMOR. Vale la pena intentarlo, ¿no?
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