Big... ¿qué?
La raza humana, es la única especie capaz de equivocarse a sabiendas, capaz de intuir que la solución o la
respuesta van en un sentido pero optar por el otro. Es la única que puede mentirse a si misma, una especie que por
razones diversas y normalmente incomprensibles a través de la lógica, es capaz de tapar la verdad y no querer
verla, quizás sólo porque, por alguna razón, no le interesa reconocerla.
Algo de eso ocurre con el tema del llamado “Big Bang” entendido como momento cero del universo. No digo que tal
teoría no sea posible (ni la Iglesia Católica tampoco), más bien todo lo contrario, ya que al fin y al cabo no
contradice el relato bíblico de los orígenes (Libro del Génesis), que cuenta en esencia lo mismo pero con otra
cadencia y fórmula expositiva.
“Ciertamente, hubo algo que programó todo eso. A mi entender, para un religioso, según la
tradición judeocristiana, no existe teoría del origen del Universo mejor que pueda corresponderse
hasta tal punto con el Génesis.”
Robert W. Wilson. (De: “Dios, la Ciencia, las Pruebas”, de Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies)
Lo que nadie ha podido contestar aún, pues todas las múltiples teorías elaboradas en torno a estos primeros
tiempos del universo se refieren al “después de” ese momento cero, es: ¿qué hubo antes?
Una cosa es intentar explicar el comienzo del Universo -que es sobre lo que argumenta la teoría del Big Bang-, y
otra, complementaria pero diferente, tratar de los antecedentes, del “momento cero menos uno”, de lo anterior a ese
Big Bang explosivo, de qué pudo ser aquello que lo hiciera posible.
Cualquier intento de explicación que se haya esbozado, cualquier adaptación o desarrollo que se haya efectuado
sobre esa teoría tal como fue formulada, no ha llegado nunca a responder de donde salió lo que diera origen a esa
primigenia explosión cósmica. Se habla de una energía extremadamente densa... pero ¿de dónde salió esa
energía?
Porque, que yo sepa, para que algo explote (“bang”) tiene que haber explosivo.
Porque “nada” significa eso: nada (sólo un nombre vacío de contenido pero necesario, porque tenemos que
denominar a todo de alguna forma, que si no ni nombre tendría).
De la nada... sólo es capaz de salir la nada.
Resulta increíble constatar las vueltas que se dan y las argucias dialécticas que se ponen en práctica con tal de
soslayar la autoría de Dios en esto del principio de los tiempos. Puedo deciros que he leído absurdidades tan
monumentales como que “de la nada emergió toda la materia” (¿qué? ¿me lo repite, por favor?), intentos de
definición muy bien organizada, como ésta de Wikipedia, pero que en sus propias palabras encierra el
contrasentido: “el Universo se originó en una singularidad espacio-temporal de densidad infinita matemáticamente
paradójica” (¿densidad llena de qué?, bueno... si... “paradójica”, que es como no decir nada), o renuncios tan
espectaculares como explicar que de la situación del universo antes del Big Bang “no se sabe nada, ni siquiera
puede imaginarse como comenzó” (¡Sí, sí puede imaginarse, pero no gusta hacerlo! Cualquier cosa antes de
aceptar la evidencia: ¡Tuvo que haber “Alguien” ya que no había “algo”, caramba!)
Aunque sólo fuera un átomo, una partícula, un lo que quieras que se haya descubierto recientemente... siempre
necesitarás ponerle nombre y autor a lo que hubo al principio de la cadena de montaje de ese universo maravilloso
en el que vivimos, a no ser que... Y ahí es donde vuelve a aparecer Dios. O... ¿quién, si no?
De hecho, es todo mucho más fácil de lo que parece. Eso sí, sin prejuicios ni esquemas o teorías preconcebidas,
libres de influencias exteriores. Hay que reconocer que lonesco tenía muchísima razón cuando argumentó:
“Es difícil imaginarse un mundo sin Dios. Por lo menos, es más fácil imaginárselo con Dios”.
(Eugene lonesco, autor teatral francés nacido en Rumanía. De una editorial en el periódico ABC de Madrid).
Es una cuestión de pura lógica: donde hay complejidad tiene que haber mente que la conciba. Y ya en los orígenes.
Pero... hay más.
Habría otros ejemplos a poner, siempre como propuestas demostrativas de eso que parece tan difícil de entender
en la sociedad materialista de hoy: la existencia de alguien superior que sólo puede tener el nombre de Dios.
Uno: Los sentimientos.
Si somos materia, sólo materia, ¿de qué nos sirve emocionarnos ante una hermosa manifestación de la naturaleza,
un bello paisaje por ejemplo, al escuchar una inspirada melodía musical que nos subyuga, o al leer un libro que nos
abre la compuerta de las emociones, quizás de las lágrimas...?
¿Puede la materia, sin más, dotarse de sentimientos, por más implicaciones fisiológicas que se quieran establecer?
¿Por qué un montón de rocas, vegetales varios, aguas diversas, quizás con algún que otro animal en medio, puesto
al azar todo junto en un mismo paisaje, nos tendría que parecer placentero? ¿Por qué ese orden armónico? Lo más
probable sería un verdadero caos, sin orden ni concierto, desagradable a la vista, nada sugerente de ninguna
emoción estética.
¿Por qué un conjunto de “ruidos” provenientes de diferentes utensilios -lo que llamamos música-, tiene que ser
agradable, más aún, emotivo para nuestra sensibilidad de seres humanos? ¿Quien pudo inventar esa maravilla?:
¿El azar? (¡qué "sensible"!) ¿La naturaleza? (¿la música alimenta?) ¿O fue consecuencia de la llamada
"evolución"? (¿de qué le servía?)
¿Por qué alguien que nos cuenta en un libro o en una película de cine una experiencia, vivida o inventada, en la que
entran en juego los sentimientos, puede conmovernos hasta la lágrima?
¿Qué, o mejor, quién nos dio esa capacidad de sentir emociones? ¿Y de qué nos sirven, en un orden práctico de las
cosas?
Supongamos (y ahora me pongo a posta en terreno contrario), que la naturaleza, evolutivamente, pudiera dar lugar
en los seres vivos a ciertas características necesarias y útiles, básicas,... pero ¿de qué le servirían los sentimientos,
las emociones...?
Quizás sólo tenga, todo ello, una explicación: que alguien hubiera dotado de mucho amor su “invento” para que éste
pudiera vivir la existencia con plenitud, sintiéndose persona, no un objeto, y lleno de las “fibras sensibles”
necesarias que le capacitaran para poder vivir y exprimir la vida con sana intensidad llena de sentido existencial.
¿Ponemos nombre a ese Alguien?
Otro ejemplo más: la lógica más elemental, que nos lleva a la misma respuesta. Según las palabras de un admirable
pensador y político hindú:
“El que niega la existencia de Dios, niega la suya propia”.
(Mahatma Gandhi. De su Diario “Palabras a un amigo”)
Nada menos que Albert Einstein, uno de los científicos más importantes que jamás hayan existido, cuenta con
diversas admiradas expresiones referidas a Aquel a quien encontraba a cada paso, aunque quizás sin lograr
etiquetarlo plenamente:
“La emoción más hermosa y más profunda que podemos experimentar es la sensación mística. Es
la semilla de toda ciencia auténtica. Aquel que es ajeno a esta emoción, que no tiene la posibilidad
de admirarse y de ser sacudido por el respeto, es como si estuviera muerto. Saber que aquello que
resulta impenetrable para nosotros existe realmente y se manifiesta a través de la más alta
sabiduría, la más espléndida belleza, sabiduría y belleza que nuestras débiles facultades solamente
pueden comprender en su forma más primitiva, este conocimiento, este sentimiento está en el
centro de la verdadera religión”.
“Mi religión consiste en una humilde admiración hacia el espíritu superior y sin límites que se
revela en los más pequeños detalles que podemos percibir en las cosas con nuestros espíritus
falibles y frágiles. Esta profunda convicción de la presencia de una razón superior y potente
revelándose en la inmensidad del universo he aquí mi idea de Dios”.
“La luz es la sombra de Dios”.
(Albert Einstein. Físico alemán y Premio Nobel, autor de la Teoría de la Relatividad, que le dio gran fama y prestigio. La primera cita es
del libro “Qué hombre y qué Dios” de Maurice Zundel, quien hace referencia a Lincoln Barnett que, a su vez, la incluye en su libro
“Einstein et l'univers”. La segunda fue publicada en “The Journal of the Franklin Institute” de Philadelfia, EEUU. La tercera es citada por
Arturo Aldunate en “Luz, sombra de Dios”)
Y aun otro ejemplo más y termino: La prodigalidad de la tierra de nuestros campos, que nunca se agota de dar
alimento tras siglos y siglos de explotación y que lleva a cabo sus propias operaciones de mantenimiento: agua, sol
y el ciclo de las estaciones. No necesita, imprescindiblemente, nada más. Una maravillosa ingenieria que refleja una
extraordinaria inteligencia, una “máquina” perfecta y fundamental para asegurar la vida en la tierra, una planificación
compleja y eficaz que el azar no puede firmar como autor.
Y es que quizás habría bastante con saber mirar a nuestro alrededor, a la obra suprema de quien lo hizo todo, para
saber encontrarlo. Como Jacques Loew que lo halló, mientras estaba recluido por enfermedad en un sanatorio de
Suiza, en un simple copo de nieve. La contemplación de aquella maravilla le hizo entender que no podía ser fruto
del azar, que el azar, novecientas noventa y nueve veces de cada mil, sólo puede dar como resultado el caos, que
detrás de ese copo tenía que haber alguien inteligente, poderoso, amable y bello. Y que Dios era la única
posibilidad, la única respuesta.
La respuesta está en Dios
Respuestas
¿Existe Dios?
No voy a utilizar muchos argumentos. No voy a marearte con disquisiciones que te aburran. Sólo una bastará, espero, para
demostrar la innegable existencia de Dios. Y se basará, precisamente, en una de las mayores pruebas de ello que puedan
haber, en algo tan presente hoy en la sociedad actual y en sus medios de comunicación como el sexo, pero tratado de otra
manera, claro. Y en su consecuencia primera, la procreación, algo que hubiera sido imposible sin su voluntad creadora,
inteligente y planificadora.
Fíjate bien...
O Dios o la materia/energía, ¿no?
Bien. Veamos quien ha podido construir tan complejo sistema de perpetuar al género humano.
Resulta, que para que todo funcione y hayamos podido llegar a ser tantos millones y millones de seres poblando este planeta,
varón y hembra deben de ser morfológicamente complementarios, listos para un acoplamiento perfecto con el objetivo de que,
del uno a la otra, pueda haber el trasvase del material genético que resulta ser imprescindible para seguir multiplicando la
especie. Indudablemente se hace absolutamente necesario y condición sine qua non que exista una “mente” capaz de pensar
a un tiempo en uno de los dos “en función de” el otro.
Algo así como el tornillo y la tuerca. Alguien tuvo que concebirlos pensando, a la vez, en ambas cosas, relacionándolas. Uno
encaja en la otra porque alguien pensó bidireccional y simultáneamente cómo debían de ser ambos.
O como la clavija y el enchufe. Alguien tuvo que imaginar cómo sería una para que se adaptara perfectamente al otro y
hubiera, por ello, trasmisión de corriente eléctrica.
O como el botón y el ojal,... o como las dos mitades del Velcro,... o como la llave y la cerradura,... o...
Es decir, en todos los casos, y podría poner muchos más ejemplos, alguien tuvo que ser suficientemente listo como para
imaginar dos cosas a la vez cuya íntima unión completara su razón de ser.
El bioquímico M. J. Behe desarrolló este concepto en 1996 en su libro “La caja negra de Darwin”. Definió como de
“complejidad irreductible” al sistema formado por diversos elementos que interactúan entre si, cada uno con su cometido
específico en el todo, y en donde si se prescinde de alguno de ellos se hace imposible que el conjunto funcione. Como ejemplo
puso la clásica trampa para ratones, la ratonera, artilugio simple donde los haya pues se compone sólo de cuatro o cinco
piezas, todas ellas, sin embargo, necesarias para que el mecanismo pueda actuar eficazmente.
Este ejemplo demuestra la evidente existencia de alguien inteligente que ha concebido el conjunto (la trampa para ratones)
inventando las pocas piezas de que se compone en una “única perspectiva”, a la vez, pensando multidireccionalmente pero
con destino a un mismo proyecto creativo. Algo que para la naturaleza es imposible.
En el caso del hombre y la mujer, y ahí viene la pregunta que ya te esperas: ¿Qué o quien ha podido imaginar su sistema
reproductivo? ¿Qué o quien suficientemente inteligente? ¿Qué o quien que tuviera en cuenta este fundamental crear algo “en
función de” otra cosa? (O sea, con la mente, la inteligencia, los “superpoderes”, o lo que te parezca más apropiado,
simultáneamente en dos elementos diferentes).
La naturaleza, se dice, camina “evolutivamente”, adaptando los organismos vivos a las condiciones en que estos se
encuentran, favoreciendo así que la relación con su entorno, con su hábitat, sea mejor y más completa. Y seleccionando unos
en detrimento de otros en función de sus capacidades. Pero la naturaleza/evolución nunca se puede plantear
“inteligentemente” planificar, porque para ello hace falta evaluar las situaciones y las circunstancias de cada caso... y a tanto
no llega. Actuará por “instinto primario”, unidireccionalmente, como mucho favoreciendo al organismo mejor dotado en
detrimento del que no lo esté... por el simple devenir de la existencia. Pero nunca podrá pensar en dos frentes para que luego
éstos se relacionen necesariamente, complementariamente, el uno con el otro.
Esto, señoras y señores, necesita de un planificador.
Ahí es necesaria una mente inteligente, no “instintiva” como la naturaleza, sino alguien capaz de concebir globalmente todo el
universo, todo lo creado, relacionando todo con todo, y de contemplar en panorámica lo que en él se iba a cocer, sabiendo, de
antemano, como y con quien dentro quería que se cociera.
Ahí hace falta... Nada más y nada menos que Dios.