La respuesta está en Dios
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¿Salvados? ¿De qué… por qué?
No lo digo yo, lo dicen los teólogos: si Dios existe tiene que ser amor, puro amor, máximo amor. Todo lo creado es bello, es bueno, es inteligente, reflejo evidente de un Dios omnipotente, bondadoso y sabio. Aunque sé cual es la objeción: que Dios permite, por ejemplo, los terremotos, los huracanes, la devastación que a veces produce la naturaleza. Es verdad. Pero es que todo eso es necesario porque «La permisión divina del mal físico y del mal moral es misterio que Dios esclarece por su Hijo, Jesucristo, muerto y resucitado para vencer el mal. La fe nos da la certeza de que Dios no permitiría el mal si no hiciera salir el bien del mal mismo» (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 324). La cruz lo explica todo. La resurrección aun más. La vida es un tránsito durante el cual podamos trabajar por nuestro particular más allá, por la eternidad en la que un día nos encontraremos… con un examen final en el que nos conviene sacar la máxima nota posible. Un Dios malo no lo hubiera hecho así, no hubiera creado un planeta extremadamente bello y esencialmente bueno. Hubiera hecho un mundo desagradable, agobiante y asfixiante, extremadamente feo, lleno de maldad, donde los sufrimientos y los problemas serían constantes, día tras día, sin que el ser humano pudiera tener una perspectiva esperanzada de un más allá, de una eternidad feliz. Como consecuencia de ese amor que constituye a Dios, que es su esencia, necesitó comunicarlo, traspasarlo a alguien. Y aunque Dios en si mismo tenía que ser inmensamente feliz por su propia naturaleza, ese mismo amor, que por definición es donación, es entrega, es compartir, le «llevaría» (por decirlo de alguna manera) a ello. Desear que otros participen con nosotros de nuestra felicidad es la primera y más importante característica del amor. Por ello, Dios creó al máximo exponente de su Creación, el hombre y la mujer, para que compartieran con Él esa dicha inmensa, una existencia fácil y placentera, dichosa, colmada de todo lo que hiciera falta para que pudiera ser así. También ellos, en los albores de la Creación, fueron perfectamente felices. Y no era de extrañar, inmersos como estaban en un inmenso paraíso lleno de todas las maravillas que nos podamos imaginar (por algo era obra de Dios), donde el ser humano sólo tenía que alargar la mano para comer de aquellos árboles, plantas y arbustos que el Creador había previsto y provisionado por doquier, colmados de frutos, y donde la sed se aplacaba con el agua de transparentes y límpidos ríos, o con la propia de la lluvia generosamente caída de las fuentes del cielo. Pero donde también existía un precio, muy pequeño, que Dios imponía a aquellos primeros seres humanos, Tan pequeño como la prohibición de no comer de un cierto árbol llamado “del bien y del mal”. Y no es que fueran sus frutos venenosos, ni mucho menos, sería, simplemente, el precio que Dios exigiría por tanta maravilla entregada al disfrute humano. Un precio, como he dicho antes, muy pequeño: sólo obedecer esa pequeñísima objeción. Pues árboles frutales los había a miles, que digo miles, a millones. No debía costar mucho abstenerse de ese, precisamente ese. Una forma de que nuestros primeros ancestros le demostraran su agradecimiento por el regalo (sí, entonces era un verdadero, un inmenso regalo), que les había dado. Pero Dios, aun poniendo un pequeñísimo precio al obsequio gratuito del Edén, desearía que cada día se renovara ese agradecimiento. ¡Qué menos! Amor con amor se paga… Y eso se lo darían, se lo demostrarían los humanos absteniéndose del fruto de un solo árbol... Pero... ¡Ay! El orgullo humano hizo ya su aparición entonces. Era el primer pecado que el género humano cometería: querer semejarse a Dios, es más, llegar a conocer, a saber lo mismo que Dios. Sabiduría que alguien muy maligno les quiso vender encerrada en la piel de aquel apetitoso fruto. Y así fue (poco más o menos) como el mal entró a formar parte de la existencia humana. Pero Dios, que a pesar de todo nos seguía amando, quiso rescatarnos dándonos una gran oportunidad que estaría en nosotros y en nadie más aprovechar o no. Por eso nos metió en ese corsé que es la vida, un tiempo de duración indeterminada lleno de muchos bellos momentos pero también de otros mucho menos agradables; un medio, una herramienta para que forjáramos nuestro propio futuro eterno, dejando a nuestra elección las diversas opciones pero dotándonos de todas las posibilidades. Si a uno le había dado unas, a otro le había dado otras, quizás a un tercero casi no le había dado ninguna, para que fuera el yunque gracias al cual los otros forjarán las suyas. Él nos había dado la vida, pero quería -y quiere-, sin embargo, que seamos nosotros quienes construyamos nuestra propia existencia y, por tanto, que seamos los responsables de como habitemos la del más allá. "De mi contacto diario con la Biblia he sacado una fortísima convicción que me agradaría compartir con vosotros: No es el hombre el que busca a Dios. Es Dios quien busca al hombre. Él nos espera, espía amorosamente la sombra del más mínimo signo de consentimiento. He ahí la clave para discernir el sentido de la historia. He ahí una clave para descubrir la significación de nuestro propio destino. Dios ha puesto en marcha la fantástica aventura de la vida, desde hace millones de años, para llegar un día a este encuentro único con cada uno de nosotros... Habrá hecho falta toda la creación para llegar a este momento último, a este encuentro entre Dios y tú. Cada día se vuelve así el lugar de una apuesta asombrosa... No hay nada escrito. Nada está juzgado por adelantado. Dios ha dejado la decisión en nuestras manos. Ni nuestras huidas, ni nuestras escapadas, nada podrá hacer que se canse este amor loco de Dios. Isaías 54, 10, dice: 'Podrán desaparecer las montañas, pero mi amor no se moverá de tu lado'. Aunque nuestro 'sí' no se insinúe sino al fin del recorrido, en la hora de nuestra muerte, es, sin embargo, enormemente bello para aquel que nos quiere tanto. Nos parecemos a un río lleno de meandros que no acaba de poner mala cara a la llamada del océano. Los meandros de nuestra vida son estas vacilaciones, estas dudas…"

(Stan Rougier. De una homilía radio-televisada. Citado por Pierre Descouvemont en "Guía de las dificultades de la fe católica")

Nuestras vidas están llenas de esos meandros de que habla Stan Rougier. Decimos sí a Dios... pero actuamos como si no lo quisiéramos verdaderamente. Unos días extraordinarias personas... otros capaces de las mayores atrocidades. Y es que la vida es un caerse y un levantarse continuos. Lo importante en cualquier caso -a los ojos de Dios- es que nos sepamos náufragos y deseemos su ayuda, su Salvación. "Si no supiésemos que estamos perdidos, no estaríamos salvados"

(Soren Kierkegaard, filósofo)

Porque hemos de saber que podemos condenarnos, que el infierno existe, porque sólo así manifestaremos confianza en la Salvación que Dios nos proporciona, sólo así depositaremos en Él y en su misericordia nuestra esperanza. Si rechazamos el infierno como un invento, como algo irreal, como algo que no puede existir, estamos creyendo que nuestra salvación es algo automático por el sólo hecho de creer en Dios. No es así, aunque una parte de los católicos piensan hoy en día de esa manera. Mucho mejor que yo lo explica un eminente dominico: "Si no aceptamos confesar que en cierto sentido nuestra salvación eterna no está asegurada, es que rechazamos tener confianza. Si se ha hecho casi imposible hablar del infierno a los cristianos, no es porque tienen miedo, sino porque no quieren tener miedo. Ya no pueden soportar este dogma, porque no tienen confianza. Por eso, si creyeran en el infierno, no teniendo confianza, estarían perdidos. Lo que yo llamo el coraje de tener miedo es sencillamente el coraje de creer en el infierno. Y digo que el rechazo de este coraje es un rechazo de tener confianza, por consiguiente, un peligro muy grande de condenarse... En cierto sentido, el único. Si hay un punto en el que la generación actual está en peligro, es ése."

(M. D. Molinié, dominico. De "El coraje de tener miedo")

La Salvación es gratuita, por supuesto, porque depende totalmente de la apreciación que Dios haga de nuestra existencia. En su mano está, por supuesto, regalarla a quien le parezca oportuno -incluso a quien menos se lo merezca aparentemente según nuestra óptica humana-. Pero eso no quiere decir que conceptos como "reparación" o "satisfacción" (usados por el mismo autor en el texto que transcribimos más abajo) tengan que ser soslayados. Dios es absolutamente magnánimo y misericordioso... Dios es amor. Sí. Por ello nos salva. Pero de nuestra parte está, como cualquier hijo agradecido, "compensar" (¡que difícil resulta encontrar la palabra que lo exprese correctamente!... quizás sería mejor "agradecer") este amor gratuito recibido. Aquí, en nuestro mundo, siempre que recibimos un regalo damos gracias por él inmediatamente. ¿Cómo no tiene que ser igual, con mayor motivo aun, con Dios? "Cristo ha muerto en la cruz para reconciliarnos con el Padre: era preciso satisfacer a las exigencias del amor herido antes de sanar la naturaleza humana. Hoy tenemos tendencia a ver en el pecado ante todo una enfermedad. La máquina está estropeada, hay que repararla: Cristo, como el buen samaritano, viene a inclinarse sobre ella para restituirle su vigor primitivo. Es verdad, pero no es el mismo misterio de la redención. El misterio de la redención es otra cosa, de la que no gusta mucho hablar. No gustan las palabras de reparación y de satisfacción; se las rechaza en nombre del Amor porque, se dice, toda esta historia de una deuda que pagar no son más que nociones jurídicas (...) Es lo que dice la mentalidad moderna y estamos todos contaminados por ello"

(M. D. Molinié, dominico. De: "El coraje de tener miedo")

Dicho de otra forma: un cuento -en plan parábola- nos lo hace más comprensible: "El día en que el rey René conducía a Saint-Amadour a la bella Aude de Toulouse con quien se acababa de casar en Arles, vieron a un condenado a muerte que iba a ser colgado. La reina dio un grito y escondió la cabeza entre las manos: - Ten piedad, -le dijo a su esposo-. - Señores magistrados, -alzó la voz el rey-, la reina os pide que como gesto de bienvenida le concedáis el perdón de este hombre. Los magistrados respondieron: - Este hombre ha fabricado moneda falsa, la ley dice que sea colgado. Un consejero del rey intervino y argumentó que, siguiendo la costumbre de Saint-Amadour, un condenado puede rescatar su vida por la suma de 1000 ducados. - Es verdad, -respondieron los magistrados-, pero ¿de dónde queréis que este desgraciado saque los 1000 ducados? El rey registró su manto y salieron de él 800 ducados. La reina buscó en su bolsa -era pobre- y encontró 50 más. - ¿No es suficiente, señores, -les suplicó ella-, con 850 ducados para salvar la vida de este hombre? - La ley exige 1000 ducados, -respondieron los magistrados-. Entonces, todos los componentes de la corte vaciaron sus bolsillos en las manos de los magistrados. - 997 ducados en total, -anunciaron los representantes de la ley-, aun faltan 3 ducados. - ¿Y por tres ducados será colgado este hombre?, gritó la reina. - Si. Será colgado por tres ducados, -e hicieron señal al verdugo de que procediera a la ejecución-. - ¡Parad!, -gritó de nuevo la reina-. Que sea registrado el condenado. Quizás él tenga los tres ducados! El verdugo registró los bolsillos del reo... y sacó de ellos precisamente tres ducados. Los magistrados exclamaron: - Señora, este hombre queda libre". ---------- "Cristianos, el hombre al que habeis visto en peligro de ser ahorcado en este cuento, soy vosotros, soy yo, es la humanidad. En el día del juicio nada nos salvará, ni los 800 ducados de la misericordia de Dios, ni la intercesión de la Virgen, ni los méritos de los santos, si no tenemos encima tres ducados de buena voluntad" (Bernard Bro, en "Jesus-Christ ou rien", citado por Pierre Descouvemont en "Guía de las dificultades de la vida cotidiana") Preguntábamos al principio. ¿De qué y por qué la Salvación? Y la respuesta es que esa es la moneda de cambio que el Creador pone a nuestro alcance para compensar la desobediencia de los orígenes: aquella fruta “del bien y del mal” que nunca hubiéramos tenido que tocar. Un camino que muchas veces no es precisamente de rosas, para que forjados en el crisol de las dificultades de la vida podamos decir, como J. L. Martín Descalzo, que estar en el Huerto de Getsemaní -el huerto del sufrimiento atroz de Jesucristo antes de su Pasión y Muerte- no es ningún placer, pero que sí es un regalo, un don, tal vez el único que, al final de nuestra vida, podamos poner en sus manos de Padre.
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